EL HIPOCONDRIA DE ORO
I Como la caballera de una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el viento, semejaba un bersaglieri vigilando la casa de la viuda. La viuda se llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había deshilachado las hermosas hojas de la palmera; el polvo, trayendo el polvo de las lejanas islas, habítale tostado de un tono sepia, y, soplando constantemente, había a inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera dijere el resto de un arco antiguo suspendiendo aun el capital caprichoso. La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada, que a ratos, al medio día, despertabas al grito gutural de la gaviota casera: